martes, 31 de julio de 2007

ORILLA

¿Si no fuera por la rosa
frágil, de espuma, blanquísima,
que él, a lo lejos, se inventa,
quién me iba a decir a mí
que se le movía el pecho
de respirar, que está vivo,
que tiene un ímpetu dentro,
que quiere la tierra entera,
azul, quieto, mar de julio?

Orilla
Pedro Salinas

miércoles, 25 de julio de 2007

CONFESIÓN

Escribo porque me salva, porque es lo único que me queda, porque fija un sonido, unas luces, el final de un acto de amor, el escenario de unas horas de deseo. Escribo porque están conmigo los que ya nunca estarán, porque bajo al mar desde la mesa donde apoyo la cuartilla y me quedo quieto en la memoria de un cuerpo, y prolongo unas voces hasta perder la noción del tiempo (días y años juntos, apretados en un instante que me deja sin defensa). Escribo porque al abrir el seno de una palabra encuentro la iluminación última del beso, porque pronuncio a solas mi única verdad: ésa que después desmiento con mi vida. Escribo porque hay un llanto mínimo que me purifica desde que comienzo a hacer signos en el papel, porque poseo las cosas desde su respiración humana y puedo habitar aquello de lo que fui desterrado. Escribo para ser joven y alimentar una esperanza radical, para tener lo que no tengo y escuchar lo que nunca me dijeron. Escribo porque nunca fue más bello el engaño.


Javier Lostalé
Confesión. La rosa inclinada


Mirando al mar. Rafael Serrano Muñoz


jueves, 19 de julio de 2007

LOS LIBROS NO SON INOCENTES

La literatura es una gran selva, llena de ecos y de voces. De hecho, una biblioteca, por muy ordenada que esté, recuerda a un bosque frondoso, rebosante de animales temibles, de sombras inquietantes y de sonidos prodigiosos. Adentrarse por los anaqueles de una biblioteca puede significar un viaje sin retorno, el tiempo de una persona es limitado y los caminos de la letra impresa parecen bifurcarse en direcciones sin fin. Pero lejos de inquietarse, el lector, como todo buen explorador, debe de ubicar en su plano los ríos principales. A través de ellos la navegación resulta más segura, y dependiendo de la elección personal, uno puede quedarse fascinado por una charca o por un lago, por un gran árbol o por una graciosa florecilla. Los libros no son objetos inocuos e inocentes, cuando una sociedad entra en crisis es lo primero que se quema, se requisa, se censura y se prohíbe. Los libros crecen dentro del lector, al modo de las semillas, escarban galerías por los sótanos de su conciencia, abren ventanas sobre la realidad que le envuelve, restablecen las luces de sus ideas más firmes e inquebrantables; sin las cuales el ser humano apenas es nada.


Una lectura emocional de la poesía de Ángel González

Ricardo Labra
Litoral, 233

Muchacha leyendo. Théodore Roussel


jueves, 12 de julio de 2007

MAL DE LETRAS

La escritura es una especie de enfermedad contagiosa que los libros transmiten a quienes los frecuentan en exceso. Todos los lectores contumaces están expuestos a ese contagio, y en distinta medida todos lo sufren, aunque algunos lo desconozcan y otros, por prudencia o timidez, lo oculten. El lector químicamente puro no existe; en su interior hay siempre un escritor latente o agazapado que a veces despierta de su letargo y se abalanza sobre parientes y amigos creando en la mayoría de los casos (hay admirables excepciones) situaciones de pánico o de desolación. Cuanto más temprano sea el contacto con los libros, más graves y duraderas serán las consecuencias de ese virus incubado en el texto que son, unas veces por fortuna y otras por desgracia, casi siempre incurables. Exagero poco; creo que Kafka hablaba de la literatura como lepra.

Sirva la anterior divagación para explicar por qué escribo. Comencé a leer de niño, y los síntomas del contagio se manifestaron precozmente con efectos que no dudo en calificar, apelando a un neologismo que ruego me disculpen, de catastróficos: a los doce años de edad ya había incurrido en décimas y sonetos cuyos principales causantes (no diré culpables) eran Espronceda y Rubén Darío. Para empezar, la poesía ajena fue el estímulo primero y determinante de mi propia poesía. He citado muchas veces una frase de Northrop Frye que considero oportuno volver a recordar: "todo poema procede de otro poema". Yo nunca hubiese escrito poesía si previamente no hubiera leído poesía. Eso lo tengo claro.

Pero las razones por las que sigo escribiendo o pretendiendo escribir poesía sesenta años después de haber sufrido el contagio de la literatura son más dudosas. Para justificar el acto en principio gratuito (y a veces oneroso: hay quienes pagan por publicar sus versos) de la escritura poética se suelen esgrimir muy diversos argumentos, alguno de los cuales yo mismo he utilizado: el deseo de penetrar la realidad, de conocer y de evaluar éticamente el mundo; la necesidad de expresarnos o de comunicarnos; la voluntad de "anclar en el río de Heráclito" y de salvar del efecto corrosivo del tiempo algunas cosas queridas; el goce de crear pura belleza.

Todas esas justificaciones pueden ser válidas, y algunas lo siguen siendo para mí. Pero pienso que, si a estas alturas de mi vida continúo escribiendo, es también por otra razón menos grandilocuente y un tanto pueril que casi me avergüenza confesar. Me temo que, aunque siempre sostengo lo contrario, estoy cayendo en la tentación de creer que el poeta, bueno o malo, que mis versos configuran -ese personaje ilusorio que habla en los poemas- soy efectivamente yo, y que el acabamiento del poeta significaría mi propio acabamiento. Se trataría, en último extremo, de un deleznable caso de amor propio, de un afán de supervivencia planteado con un grave error de perspectiva quizá justificable; pues algo o mucho de mí persiste en lo que escribo. Y, aunque no ignoro que los poetas, como los toreros, deben saber retirarse a tiempo; y que en la vida hay cosas más serias que la poesía y, concretamente, que mi poesía; y que "el arte es largo y además no importa"; si a pesar de ser consciente de todo eso sigo escribiendo es, en parte, porque me resisto a confinar en el pasado ese residuo de mí mismo que sobrevive en mis poemas, a desprenderme de ese yo que es otro, pero que ahora, cuando los dos estamos acercándonos a un final inevitable, noto que me hace muchísima compañía.


¿Por qué escribo?



Lectura para dos. Elena Cabrera